8.1.08

man in black 3

Recuerdo claramente la llegada a casa.

Nos tomó dos días recorrer los cuatrocientos kilómetros de Kingsland, primero por carreteras de grava y luego por caminos de tierra convertida en barro por una fuerte y gélida lluvia. Tuvimos que dormir una noche en el camión que nos había mandado el gobierno. Nosotros, los niños, en la parte trasera y cubiertos por una lona que nos protegía de la lluvia, escuchando cantar y llorar a mamá. Porque a veces lloraba y otras cantaba. Y en ocasiones se hacía difícil separar una cosa de la otra. Como después diría mi hermana Luoise, aquella fue una de las noches en que no podía saberse si cantaba o lloraba. Todo sonaba igual.

Cuando finalmente llegamos, el camión no pude ascender por el camino de tierra y Papá tuvo que llevarme en brazos los últimos novecientos metros a través del espeso y oscuro barro de Arkansas. Y ahí estaba yo cuando vi la Tierra Prometida: una casa a estrenar con dos espaciosos dormitorios, sala de estar, comedor, cocina, un hall delantero y otro trasero, un lavatorio externo, granero, gallinero y un establo para ahumar.

Para mí, todos lujos inexplicables. No teníamos agua corriente, obviamente. Ni electricidad. Ninguno de nosotros soñaba con algo así.

La casa y los establos eran simples y básicos. Pero también idénticos a las otras edificaciones de la colonia. Todas construídas por el mismo equipo de treinta hombres que levantaban cada casa en un par de días.

Nos instalamos como pudimos aquella noche. No recuerdo cómo nos mantuvimos en calor.

Al día siguiente, Papá se puso un par de pantalones de campo y fue a tomar posesión de nuestra tierra. Aquello era una selva. Pero Papá veía su potencial. "Es buena tierra", dijo simplemente al regresar. Con un aire de de esperanza y agradecimiento que todos captamos.

Fue una frase significativa.

Papá y mi hermano mayor Roy, en ese momento con catorce años, trabajaron noche y día, seis días a la semana, cortando sierras, hachas y largos machetes para después dinamitar y quemar las raíces.

Cuando el primer año llegó la temporada de siembra, ya habían limpiado ciento veinte áreas. Dos partes se plantaron con algodón y la tercera se utilizó para alimentar a los animales y llevar comida a nuestra mesa: maíaz, patatas, tomates y fresas.

Las cosechas fueron buenas ese primer año y los Cash pudieron salir adelante. La siguiente primavera yo ya tenía cinco años y ya estaba listo para el campo de algodón.

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