10.3.08

man in black 5

En mi interior, siento próxima mi infancia. Pero cuando miro alrededor, me doy cuenta de que pertenezco a un mundo desvanecido. En los Estados Unidos de hoy, ¿es posible imaginar a familias enteras, chicos y chicas entre ocho y dieciocho años al lado de sus padres en los campos de algodón, trabajando del amanecer hasta el crepúsculo en el calor de julio, espantando el cansancio con canciones espirituales? ¿Sigue habiendo lugares donde un joven puede dejar su casa después del desayuno solamente con una caña de pescar y pasar todo el día dando tumbos y explorando a solas, sin que lo vigilen y sin temores, con la total confianza de sus mayores?

Empecé en los campos como chico del agua: llevaba agua potable a los adultos y a los chicos mayores. A los ochos años también arrastraba sacos de algodón. No esos lindos cestos que se ven en las películas sino grandes sacos de lona alquitranados.

No era complicado. Estacionabas la camioneta a un costado de las hileras de tallos y te ponías a trabajar. Aunque naturalmente que sembrar y recoger no era todo lo que exigía el algodón. El trabajo de verdad quedaba entre ambas cosas: cuidar las semillas de nuestros enemigos.

Sin duda unos de los peores eran la maleza y las enredaderas, largos tentáculos que se enroscaban en los tallos de algodón para asfixiarlos. También los hierbajos, que volvían a crecer continuamente. Y las subidas del Mississippi.

Pero lo más terrible eran las plagas. Primero sabías por granjeros que estaban a algunos kilómetros de distancia. Luego los tenías en el terreno de al lado, cada vez más cerca, hasta que por fin los veías comiendo y devorando toda tu cosecha. Podías pisotearlos todo lo que quisieras, día y noche, si eso te hacía feliz. Pero no servía de nada. Al principio devoraban las hojas de las plantas, después de las flores, después los capullos, y se acabó.

Pero seguíamos adelante, y eso era lo importante. Pasara lo que pasara vos seguías adelante con el algodón.

Lo mejor era cuando la cosecha empezaba a eclosionar en octubre. Campos enteros de hermosas flores blancas que en pocos días cambiaban al color rosa. Debajo de esas flores había unos diminutos y tiernos capullos que yo arrancaba y comía antes de que se volvieran fibrosos. Mi madre no paraba de decirme: "No comas ese algodón. Te va a dar dolor de panza". Pero no recuerdo ningún retorcijón. Sí recuerdo su sabor. Lo dulce que eran...

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