26.7.12

Obviamente no me iba a volver de San Francisco sin visitarlo a Jonathan Richman. Lo habíamos telefoneado un par de veces (sin suerte) y ya estábamos perdiendo la esperanza. ¿Estaba de gira? ¿No quería saber nada de nosotros? Por suerte la última vez leventó el tubo y ahí no más pasó a buscarnos por una disquería de discos usados sobre la Haight St. Apenas lo vimos llegar nos abrazó fuerte y nos preguntó en castellano cómo nos encontrábamos. El estaba flaco, sonriente, con una barba al ras de no más de dos días y unas extrañas rayas amarillas, como de pintura, en la cara. Más tarde nos dimos cuenta de que no era más que azafrán, producto de una sopa que había estado preparando. Nos pusimos a caminar con él y Caro, y nos contamos un poco cómo iban los días acá en California. Yo había podido cartearme un par de veces desde su visita a la Argentina (la primera de su carrera) en abril de 2010 y la buena onda se mantenía desde entonces. Jonathan, como bien suponen, es un tipo que si no tienen ganas no habla, si se aburre se va, y si le cae mal algo que dijiste sencillamente te lo dice. Tiene algo de niño, de artista que siempre hizo lo que quiso (y basta repasar su carrera para comprobarlo, sobre todo respecto a la industria y el mercado) y de ermitaño de ciudad. O sea, varias de las cosas que a priori siempre me cayeron un poco pesadas de un músico. Pero que en el caso de Jonathan (como en la de otros, es cierto) me resultan naturales y nada molestas. Yo también le caigo bien por algún motivo extraño. Y luego de aquella gira del 2010 donde compartimos varios momentos tuvo un par de gestos de amistad conmigo, como haber arrancado una comunicación por carta, por ejemplo, e intercambiar algunos comics under de San Francisco y Argentina (Jonathan no usa mail y no tiene computadoras). Y todavía tiene presente su visita a Buenos Aires porque una de las primeras cosas que nos preguntó fue cómo andaba Guerrín, "ese mall de pizzerías". Como otros rockeros de visita (Thurston Moore, los Pavement), se había quedado impresionado con las pizzas argentinas y, sobre todo, con los lugares más tradicionales donde las hacían. Aquella vez, luego de su show en el Irreal, habíamos pedido unos grandes de muzzarella en la atestada planta alta de Guerrín y Jonathan, antes de retirarse, había saludado uno por uno a todos los cocineros. Ayer el sol tímido de San Francisco no daba para comer afuera (nunca hace verdadero calor de este lado de la bahía) y JoJo nos propuso almorzar en su casa. "Queda en las colinas", nos dijo mientras nos señalaba en dirección al lugar. Y para ahí fuimos. Guiándonos a través del tráfico con su camioneta pasamos por un barrio cercano a la Chavez Av y al barrio gay, y llegamos a su hermosa pero sencilla casa de una planta, arquitectura victoriana (como casi todas en SF) y huerta en el jardín trasero. Los gatos (tres) andaba por ahí. Y su esposa, nos contó, se encontraba trabajando. El living, la cocina, la sala de estar (todos conectados en un gran espacio interior) tenían un desorden sutil. No en el nivel para incomodar una visita, pero sí como para dar la sensación de que la estricta organización no era la prioridad principal. Antes de llegar habíamos conversado de cómo andaban las cosas por acá y Jonathan muy sardónico, en referencia al cuidado ambiental y el cambio climático, nos dijo: "Se están haciendo algunas cosas, pero too late, too little. Y un día nos vamos a levantar y la naturaleza simplemente nos va a decir: hasta acá llegamos. Y sin consultarnos qué nos parece". En la casa, la charla fue por otro lado, la música básicamente. Jonathan se puso a revolver su (pequeña) colección de discos y nos mostró algunos de sus ídolos: Claudine Clarck, una negra de la época de los smash hits de los sesenta; Fred Neil, un cantautor folk, en la senda de Townes Van Zandt, que supo enseñarle algunos yeites a Tim Buckley (y según Jonathan, al mismo Dylan); y los Amaya, un dúo madrileño de flamenco moderno. Jonathan, que hasta ahí venía tranqui, empezó a tomar calor a medida que pasaban las canciones (no lo culpo, a mi me pasa lo mismo cuando le muestro música a mis amigos) y lo que era una tarde de ocasión pronto se convirtió en una pequeña muestra de Jonathan te vas a emocionar. El tipo buscó su guitarra, volvió con nosotros y ahí nomás se puso a tocar sobre los temas que sonaban en los vinilos con baile característico incluído. Una chica, hija de una amigo suyo, que también estaba esa trade, le preguntó por la importancia de Claudine, que con su rock n roll podía levantar cualquier fiesta. "No había tal cosa como 'importancia' en aquella época. No había entrevistas a los músicos en las revistas, ni siquiera había reviews de los discos. No eran necesearias porque nadie se las tomaba en serio. Ni ellos mismos. Y eso era lo más lindo", le contestó. Con Frede Neil, se puso algo más taciturno: "Nunca le interesó hacer una carrera. Tocó estas canciones y después se retiró. No sé qué pasó después". Estaba realmente emocionado con las canciones que iban pasando. Y era evidentemente que, en un punto, hablaba de él. Un tipo que tampoco nunca le interesó hacer "una carrera" (y por eso los mil discos por año y las giras alternativas y las canciones en español o italiano, todas cosas reactivas a la industria) y menos que menos, en los últimos tiempos, atender al periodismo especializado (reviews, interviews, Spin, Rolling Stone, ¿qué es todo eso?). Con los Amaya se divertió intentando copiar los rasgueos veloces del flamenco y se moría de risa cuando no le salía. "Son unos genios", repetía. "Mi dúo de guitarras favorito". Lo había comprado por recomendación de un amigo español en una de sus giras por la península y era su tesoro. Habremos pasado un par de horas escuchando pasajes enteros de esos discos y de algunos otros, y podríamos habernos quedado así toda la tarde. Jonathan incluso nos tocó dos temas nuevos que había hecho en castellano. Uno sobre una guitarra rubia en contraste con otra morocha, y otro que decía que todos merecíamos una fiesta, "incluso los feos, los pocos graciosos". Dos temas típicamente Jonathan. Su gracia y su sonrisa. Cuando llegó la hora de irnos, nos acompañó a la puerta, con su guitarra, y nos volvió a tocar un pedacito de otro tema. Estaba encendido. Desde el portal, en la cima, podíamos ver el centro de San Francisco; sus edificios y sus perfectas calles perpendiculares. El sol poniendose a lo lejos. Nos despedimos con otro fuerte abrazo. Y nos fuimos. En mi caso, con la sensación de haber compartido una tarde con un Salinger músical.

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