3.8.12

Y un día volvimos. Volví. Se veía venir. Uno no puede estar toda la vida de viaje. Algún día volvés. Siempre llega ese momento en que el avión te toca el timbre, subís, mirás para atrás con algo de pena o resignación y... decís adiós. A vos mismo. A ese exacto momento en que saliste a caminar por Artesia, uno de los barrios indios de LA y te metiste en un Pollo Loco a comer unos burritos de prepo. Un sol que raja la tierra y la humedad que no existe. Y un Days Inn con olor a viejo en las alfombras, el desayuno menos americano de lo que pensabas y las autopistas sin GPS esperándote a la vuelta de la esquina. Todo subsimido bajo la situación inverosimil de una billetera con dólares de cinco, de diez o de cien que no valen tanto. Pero duran bastante. Todavía quedan vestigios de la recesión del 2008 y los precios caen. Los homeless copan la parada. Obama discute con Romney la no quita de impuestos para los más ricos por la televión. La CNN, la ABC, la Fox, los canales de noticias que no tantos ven, pero tampoco tantos desconocen. La obsesión por la oferta. El tax. El consumo que todo lo envuelve y del que es difícil escapar. "Como sirenas que te llaman", te comenta tu amigo Paul, yanqui de nacimiento y argentino de crianza. Ambos países conviven sin reproches en su corazón. Te lo encontraste de casualidad y la confianza está intactacta. Lo que no se rompió de chicos, no se va a romper ahora. Los partidos en el patio del Malvinas. Independiente y River Plate. Hola Bill Callahan, hola Lucinda Williams, hola Jay Farrar. No pasa mucho tiempo hasta que pasan al Boss por la radio. Sonreís. Dancing in the dark. El libro que justo no casualmente re a propósito estás leyendo es su biografía clásica, Glory Days, y los boulevares oblícuos, las tiendas de autos usados, los más variados fast foods, la bandera americana en cada esquina posible, lo nombran sin decirlo en cada gramo de tierra que pisás con tus All Star compradas en Once. El máximo ícono del estadounidense común y corriente siempre está. Y no para hacer la vista gorda, justamente. Si en Los Ángeles la sirena de los bomberos es lo que más se escucha en las calles, en Las Vegas el sonido que lidera es el de las ambulancias. Y tiene sentido. Unos arden, otros desesperan. En San Francisco, en cambio, mucho más constrictos, mucho más palermitanos, el silencio no es mayor. Las casas victorianas de dos o tres plantas, una a lado de la otra, infinitamente, entre las colinas, arriba y abajo, tienen el rictus erguido de un californiano que necesariamente se percibe superior. El hotel donde paramos, el menos costoso que supimos conseguir, tiene aspiraciones de boutique y comodidades de hostal estudiantil. Los Days Inn de LA, de Las Vegas, de los pueblitos cercanos al Yosemitte Park, nos trataron por bastante menos mucho mejor. La llaneza y la hospitalidad del estadounidense tierra adentro. Del red neck y el vaquero. De los ojos claros, la piel marrón, el oriental y el olvidado. Un día nos lleva el auto la grúa y nos salva un mexicano. "La ciudad de la furia", nos cita con una sonrisa. Y a las semanas, no encontramos hotel, de regreso en LA, y esta vez es un indio quien nos salva las papas. Recorremos Estados Unidos con la fascinación de quien siempre soñó con ese momento y nunca pensó ciertamente que lo iba a vivir. Por más que ya conocíamos otros lugares, ya habíamos vistos las suficientes películas, y leído a Leavitt, a Henry Miller, a Carver. Estamos un día en la 91 freeway de Los Angeles y ocurre un accidente. No lo vemos. Pero sabemos que está. Todos los otros autos empiezan a aminorar la velocidad y yo hago lo mismo con nuestro Mitsubishi bordó. No sabemos bien qué viene después. Escuchamos que un yanqui habla con su madre: "Ya llego. Estoy parado en la 91". Los minutos pasan. Hay incertidumbre. Hasta que llega un patrullero y nos ordena aguardar en nuestros sitios. "Ya podrán avanzar", indica grave, desde un alta voz, mientras recorre la 91 y los operarios delimitan con balisas el accidente. Deberían haberlo visto cómo arqueaba su coche, una y otra vez, casi como un sheriff y su caballo obediente. Y entonces me di cuenta. Estábamos en el desierto. Él era un vaquero, nosotros su ganado, y esto, su faena. La de todas las noches. En la 91. Respiramos el aire de California y queremos cumplir nuestros sueños. Aunque no siempre se pueda. Adiós LA, nos volveremos a ver.







3 comentarios:

Marie dijo...

qué pena q volvieron, quería seguir leyendo y leyendo

lowfirocker dijo...

Gracias Marie! Para nosotros también fue una pena. Ya queremos volver. Gracias por leer del otro lado

carol dijo...

que viaje memorable, son infinitos los recuerdos y la magia, gracias, gracias a mi gran compañero de rutas y mares!