15.9.11

la yapa

Como Jauretche en Los profetas del odio le voy a dedicar a una yapa a este Preolímpico de Mar del Plata que marcó mi vida y, al parecer, la de los jugadores y muchas otras personas también. Para empezar, llegué con una mano atrás y otra adelante. Ya en el micro, con casi 40 grados de fiebre, me emocioné con una película de Steve Martin. Steve Martin. No estaba bien. Trataba sobre pareja mayor que había llegado a tener 12 hijos y te hacía fantasear con tener una familia parecida. La madre que hace su vida a los 45 y un marido canoso que maneja la situación como puede, pero sin perder su vocación como entrenador de fútbol americano. Cuando llegué al hostel me seguía sentiendo mal. Pero pensé: ya se me va a pasar. Un ibupofreno que me baje la fiebre y listo. Viene el Preolímpico. Vienen Ginóbili, Scola y los demás. No puedo estar mal. ¿O no? Cené junto al resto del hostal y pasé a mi habitación. Era chiquita, confortable, pero no podía respirar casi. Una cama marinera imposible de abordar. Salí al pasillo y apenas me vieron me dijeron: ¿qué te pasa? ¡estás muy palido! Y ahí tomé conciencia. Estaba mal. Tenía los bronquios cerrados. No podía respirar ni, evidentemente, dormir. Tomás, el dueño del hostal, se asustó. Te llevó ya a la clínica, me dijo. ¿Tenés obra social? Sí, pero no cubre nada. Vamos a la clínica, insistió. Si te llevo al público te morís esperando. Y no le pude discutir. Casi que no podía entrar al auto de la falta de aire que sentía. Pero llegué y me dieron suero, nebulizaciones y corticoides. Todo lo que te hace sentir mejor, pero muy loser. ¿Viniste a Mar del Plata para esto? El Festipulenta acústico me había dejado de cama. Conde, nuestro amigo que cobra entradas en la puerta, me había dicho: el problema es que vos, ni aun pedo, relajás la responsabilidad. Y es así. No puedo. En la clínica me dieron un programa de nebulizaciones que cumplí masomensos bien. Después de cada partido pasaba por ahí y de a poco me empecé a sentir mejor. Un poco por las nebulizaciones y otro por el equipo, que como todos ya sabemos, comenzó a jugar cada vez mejor. Ya lo conté: fue increible para mí ver en vivo y en directo a Ginóbili, Scola, Nocioni, Oberto y el resto de los muchachos. Hacer los preparativos de cancha. Aprontar el partido. Eso, sin dudas, me terminó de curar. En el hostal me preguntaban, cada día, a la vuelta del partido, como me sentía, y yo les decía: mejor. Como el equipo. Que me sanaban con cada doble o triple que metían y la alegría que nos mostraban a todos para jugar. Mar del Plata estaba templada. Casi invernal. Y era complicado salir desabrigado. Pero aun así me las arreglé bastante. Nunca, hasta ese momento, la había recorrido a pie. Por los bordes, las calles olvidadas, la avenida Juan B Justo. Y el balance es mixto. Sin duda es una gran ciudad, con una gran historia y una belleza indiscutible. Pero también un lugar destemplado y desangelado. Un viento frío que te pega en la cara y no te pregunta si te parece bien. Yo tuve la suerte de que pude visitar muchos familiares que viven allá. Una prima que viven el bosque y me recibió con todo el cariño. Una tía que se la banca en Puerto Mogotes. Otra que también afronta los ventarrones en La Feliz. Y otros primos. Una familia entera que de una década a esta parte se fue a vivir a esa parte del mundo y me cobijó. Pero te la regalo, eh. Doce meses, veinte años, toda una vida viviendo en Mar del Plata. Te queda escribir tus obras completas o morir. Heminghway vagando por La Perla. En el hostal me trataban bien y me cuidaban. A la noche veíamos NatGeo, el especial por los diez años del 11 de septiembre. Minuto a minuto. O cómo fue que un grupo de árabes empobrevicidos, pero con la sangre en el ojo, le asestó el mayor golpe al imperio más grande de la historia. En seguida, en el living, saltó la teoría de la conspiración: no fue un atentado de Bin Laden; fue un autoatentado de Bush. Una teoría comodísima para desligarnos de cualquier empatía con las supuestas víctimas (los yanquis) y mantener nuestro justificado encono hacia el mal mayor (Estados Unidos). Pero no es tan fácil. Pensar así es no entender como piensa Estados Unidos. Es creer que un presidente yanqui, cualquiera que sea, sería capaz de dañar su propio estado, su orgullo imperial. Menem, sin duda hubiera sido capaz. Y de hecho hizo volar una fábrica militar en Río Tercero para tapar su responsabilidad en la venta de armas a Ecuador. Pero Menem no es yanqui. No piensa como un yanqui. Y el error de las teorías conspirativas es pensarlas desde acá. Desde el Yabrán vivo en las Bahamas después de haberse suicidado. O desde el cajón vacío de Nestor después de muerto. Estados Unidos no es así. Y los árabes que los odian con toda su alma, tampoco. ¿O no hay un poco de subestimación en pensar que ellos fueron meros títeres de un plan de autodestrucción? ¿Qué le harían ellos a un crítico marxista en Paquistán si anunciara a viva voz su teoría del autoatentado? ¿Lo considerarían amigo de ellos o del imperio? Tanta fantasía seguida te va a ser mal le cantarían Los Decadentes. Como un consejo, nomás. Pero dudo que les llevaría el apunte. Posiblemente se dejarían morir: "Apedrado en Afganistan por culpar a Bush del atentado de las Torres", titularían al día siguiente los diarios. Y no me digan que no sería un gran titular. El chiste macabro de cuanto peor, mejor. En el hostel no llegábamos a tales disquisiciones, claro. Pero sí una dinámica firme de partidos, especiales de NatGeo y conversaciones multiculturales entre el rolinga, el venezolano anti-anti, los laburantes, el dueño Tomás, la rehabilitada, los anónimos pasajeros y quien escribe. La familia ideal para seguir a la Generación Dorada y no morir en el intento. A todos ellos, esta yapa. Y muchas gracias.

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